Vestía siempre de naranja. Lucía una larga melena pelirroja.
Su cara era redonda, sonrojada y estaba cubierta de pequeñas pecas. Sonreía
fácilmente. Le encantaban los grandes felinos. Solía pasar las tardes en el zoo
dibujando a los tigres. Se sentaba en el pequeño banco que había frente a la
jaula con las piernas cruzadas, abría su gran bloc de dibujo, cogía su
“rotring” y mientras en sus cascos sonaba el “From the cradle” de Eric Clapton
dibujaba a aquellas fieras. Conocía de memoria cada una de sus rayas. Conocía a
la perfección aquellas tristes miradas, aquellas miradas que le recordaban a la
de un preso pidiendo auxilio en el corredor de la muerte, aquellas miradas que
le fascinaban y le aterraban a partes iguales y la cuales no podía dejar de
intentar captar en su bloc.
Le gustaba todo lo oriental. Su piso estaba plagado de
figuras, poster, comics y demás objetos perteneciente a la cultura nipona. Era
incapaz de pasar ante un escaparate en el que se encontrase expuesta alguna de
estas piezas sin entrar a comprarla en el acto. Era, también, una fanática de
la tecnología. Le era casi imposible pasar unas horas sin acceso a internet.
Era raro pasar un tiempo con ella y no verla trastear con su teléfono, tablet u
ordenador. Sin embargo, le apasionaban también algunas máquinas antiguas. Tenía
una vieja polaroid con la que salía por la ciudad en busca de objetos naranjas
a los que fotografiar. Luego guardaba todas las instantáneas en un álbum hecho
a mano, donde las rotulaba y las clasificaba cuidadosamente.
Era, lo vieses como lo vieses, una mujer excepcional.
Destacaba allá donde fuese, no solo por su extraña forma de vestir, siempre del
mismo color, si no porque además poseía una personalidad, una vitalidad y una
sonrisa que hacían mella en cualquiera que se cruzase por su camino. Por si
todo eso fuera poco, tenía también la habilidad de poder ver a través del alma
de cualquier persona. Mientras tú la mirabas y quedabas enamorado
irremediablemente por aquella extraña mujer naranja, ella veía a través de ti.
Escrutaba tu alma, encontraba todo lo bueno que había en ella, todo lo malo que
habías hecho, cada herida en tu corazón, cada lágrima derramada, cada mirada al
sur, cada llamada perdida, cada cerveza solitaria… Encontraba todo aquello, y
lo utilizaba a su favor. No le hacía falta, pero le divertía poseer, no solo tu
cuerpo, si no también tu alma. De esa forma, dormía cada día con un hombre
diferente, y con la luz del alba los largaba para no volver a saber de ellos
nunca más. No se permitía sentir nada parecido al amor, nada que la hiciese
vulnerable. Pues, en el fondo de su alma, en el fondo de todo su ser existía un
punto débil que no estaba dispuesta a compartir con nadie. Un horrible secreto,
que no era otro que el hecho de que, cuando se apagaba la luz, no sabía dormir
sola.
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