martes, 20 de mayo de 2014

La mujer que me hizo perder (o al menos mitigar) mi miedo a la lluvia

Publicado originalmente en http://www.contraescritura.com/2013/la-mujer-que-me-hizo-perder-o-al-menos-mitigar-mi-miedo-a-la-lluvia/


Antes de empezar a leer esta historia hay dos cosas que debéis saber sobre mi persona, ambas necesarias para comprender en su totalidad lo que os voy a contar:

1.  Desde que tengo memoria he sufrido un miedo irracional a la lluvia. Yo no salgo a la calle cuando llueve. Para nada.

2. Siempre he creído que para escribir algo bueno hay que hacerlo desde el dolor, nadie feliz puede escribir algo bueno pues estará ocupado disfrutando de su felicidad, son los tristes y desgraciados los que le dan vida y alma al arte. Es por eso por lo que estoy seguro de que esta no va ser una buena historia.

 
La mujer que me hizo perder (o al menos mitigar) mi miedo a la lluvia.

Nos habíamos visto un par de veces. La primera vez que la vi no me llamó mucho la atención. Venía con un grupo de amigos que no conocía y apenas cruzamos palabra. Sin embargo, una noche necesitaba acompañante para ir al teatro, y me acordé de ella. La llamé y aceptó encantada. Después de la función fuimos a tomar una cerveza y estuvimos hablando largo y tendido. Conectamos. En parte, porque yo no era consciente de que estábamos en una cita. No iba con ninguna otra intención, y es por eso que estaba muy relajado y confiado, cosa poco común en mí.

Pero aquella noche era diferente, esta vez sí era consciente de a lo que iba. Y no iba ni confiado, ni relajado, ni nada… Estaba muy nervioso. Caminaba de un lado a otro y miraba constantemente la hora. Pensaba que no iba aparecer, o peor, que aparecería y me rechazaría llegado el momento. Y mientras daba vueltas a mi cabeza e imaginaba los peores escenarios posibles, apareció ella.

Radiante.

Bellísima.

Con los labios pintados de un rojo intenso, y una sonrisa de oreja a oreja.

Y todo mi nerviosismo, mis miedos y demás tonterías se esfumaron con aquella sonrisa. Esquivaba mi mirada, agachaba la cabeza y me miraba, como de reojo, mientras sonreía. Y en ese momento fui consciente de que ella estaba tan nerviosa como yo hacía unos segundos. Sabiendo que no quería que cruzásemos nuestras miradas para que yo no descubriera que se sentía como una chiquilla que va a su primera cita sin saber que va a encontrar. Sabiendo que se sentía vulnerable. Sabiendo que se sentía ilusionada y aterrada a partes iguales. Así que hice lo único que podía hacer. Le devolví la sonrisa.

A partir de entonces todo fue sobre ruedas. Paseamos por el río. Cenamos. Bebimos. Pero sobre todo hablamos. Hablamos mucho, y de muchas cosas. No hubo lugar para ningún silencio incomodo. Parecía que nos conociésemos de toda la vida. Sin darnos cuenta las horas pasaron a una velocidad pasmosa. Después de que nos echaran del último bar nos pusimos a pasear, sin rumbo fijo, y ella me hablaba de literatura, y de lo mucho que admiraba a Cortázar, y yo me paré en seco frente a ella. Mientras me contaba todo aquello yo solo podía ver sus carnosos y rojos labios. Ella debió notarlo, pues paró de hablar. Sonrió. Y por primera vez en toda la noche me miró de verdad a los ojos. Así que hice lo único que podía hacer. La besé.

Y el tiempo, que nos hizo creer que las horas que pasamos hablando fueron rápidas y fugaces, tuvo el detalle de hacer que ese beso durase lo que debe durar un beso de verdad. Todo pareció detenerse a nuestro alrededor. No nos importaban los borrachos que pasaban y nos gritaban obscenidades, celosos de que el tiempo nos regalase aquel precioso momento. Ni el camión de la basura haciendo su triste ruta. Ni los autobuses nocturnos que iban repletos de gente ajenos a nuestro feliz momento. Y en el instante que creíamos que ese momento duraría para siempre, el cielo rompió a llover. Pero poco nos importó. Éramos conscientes de que en el momento en el que se separan nuestras bocas dejaríamos de ser eternos. Y decidimos prolongar todo lo posible aquel instante.

A la mañana siguiente ella seguía durmiendo plácidamente mientras yo buscaba mi ropa, todavía empapada, por la habitación, tratando de no hacer demasiado ruido. En mi silenciosa búsqueda encontré el lápiz rojo con el que se había pintado los labios la noche anterior. Justo antes de salir de aquella habitación, lápiz en mano, me acerqué a un espejo de pie y con un rojo intenso escribí:

Puede que no lo sepas, pero jamás fuiste tan hermosa como cuando me hablabas de Cortázar mientras la ciudad se contenía las ganas de llorar.

“La mujer que me hizo perder (o al menos mitigar) mi miedo a la lluvia.”


Peraltucho

martes, 6 de mayo de 2014

My Beloved Monster

La primera vez que lo vi estaba en el lugar equivocado, el momento equivocado y con la mujer equivocada.
Me encontraba frente al espejo del tocador, con una foto suya en la que abrazaba a otro hombre.
Cuando pregunté por él, ella rió y me dijo que era su hermano.
Yo sabía que mentía, había ropa de hombre por todo el piso, y fotos de aquel tipo por todo el dormitorio.
Pero no me importó, dejé la foto en su sitio y fue entonces cuando lo vi.
En el espejo, mirándome con aquella media sonrisa, con aquellos ojos claros y aquella barba de varios días.
Mi monstruo.
Fue solo durante unos segundos, pero supe que no me lo había imaginado, aunque decidí no darle más importancia, tenía otros asuntos más urgentes que atender.
Si le hubiese prestado atención, si hubiese comprendido que apareció para advertirme, para darme la oportunidad de hacer lo correcto, tal vez me hubiese podido salir de allí por mi propio pie.
En lugar de eso decidí ignorarlo.
Por eso andaba muy ocupado cuando aquel coche aparcó en la entrada, cuando la puerta de la casa se abrió, o cuando el supuesto hermano, loco de rabia, entró en aquella habitación.
Dos costillas rotas, el labio partido, varios moratones y un esguince de alma bastaron para no volver hacer caso omiso a aquel monstruo que vivía dentro de mí.

Lo primero que aprendí de él, fue que solo podía verlo en los espejos.
Normalmente aparecía en momentos en los que necesitaba consejo moral.
Nunca decía nada.
Nunca tomaba partido.
Simplemente me miraba con aquellos ojos claros.
Advirtiéndome de las posibles consecuencias de mis actos.
No siempre le hice caso.
Y me arrepiento de cada una de esas veces.

Con el tiempo, me di cuenta de que no era el único que llevaba un monstruo dentro de sí.
Muchos acarreaban monstruos en su interior, pero había que saber donde mirar para encontrarlos.
Unas ojeras, unas uñas mal pintadas, una camisa mal planchada, unas medias rotas…
Las señales estaban ahí, solo había que saber verlas.

Pasó el tiempo y fui cogiéndole cariño a mi monstruo.
Sabía que quería lo mejor de mí, y creo que lo consiguió.
Me hizo volver al camino cada una de las veces que perdí el norte.
Tuvo conmigo la paciencia que no me merecía.
Me tumbó cuando fue necesario.
Me ayudó a levantarme siempre que lo necesité.
No hubiese llegado a donde hoy estoy sin el pequeño monstruo de mi interior.
Por eso hoy dejo escrito esto en un espejo, con la esperanza de que me entienda y me perdone por expulsarlo, pues, ahora que ella está en mi vida, necesitaré más espacio en el espejo.


Peraltucho