Érase una vez, un reino donde las princesas no vestían caros vestidos de seda importados desde exóticos lugares. Un reino en el que cualquiera que tuviera un vehículo se creía un príncipe. Un reino donde los verdaderos héroes no llevaban relucientes armaduras.
En este reino las multitudes se congregaban en grandes salas de fiestas, donde unos guardas se encargaban de no dejar pasar a cualquier indeseable que no fuera con sus mejores galas. Pero quiso el destino que camuflado entre la multitud un plebeyo se colase en una de las mayores salas de fiestas de la comarca. La música hacia que todos los presentes bailasen mientras bebían y conversaban.
Mientras el plebeyo hacía cola para poder pedir una copa se percató de la presencia de una bella princesa. Bailaba con delicadeza a la par que atraía todas las miradas de la sala. Un príncipe y sus secuaces intentaron seducirla pero la princesa los rechazó con elegancia, lo que provocó las risas de los presentes. El príncipe no pudo tolerar que su orgullo fuese herido de semejante forma y ordenó a sus secuaces que raptaran a la princesa.
Ella se removía e intentaba librarse de sus captores, pero todo fue en vano. Los presentes no tenían intención de detener al príncipe, pues conocían su ira, y prefirieron hacer la vista gorda. El plebeyo se percató del asunto y decidió rescatar el mismo a la princesa.
Se interpuso entre la salida y el príncipe y lo desafió a un duelo. El príncipe sonrió y envió a sus secuaces. Mientras los secuaces pegaban al plebeyo, el príncipe engatusó a la princesa con hermosas palabras y falsas promesas. Y mientras el plebeyo sangraba por su princesa, esta se escapaba en un “Golf” hacia el palacio del príncipe. El príncipe y la princesa vivieron felices, y al pobre plebeyo le partieron las narices. Fin.
Peraltucho
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