Ella podía hacerse invisible. Tardó en desarrollarse más de
lo normal, y de una forma desigual. Se burlaban de ella constantemente por
tener las orejas grandes y los pechos pequeños. Y aunque cuando creció se
convirtió en una de las mujeres más hermosas que hayan pisado la tierra, ella
siempre arrastró aquellas heridas de la infancia. No solía salir de día a la
calle. Le gustaban los locales con poca luz. Le gustaba en especial un pequeño
café/librería que abría hasta tarde y en el que pasaba las horas leyendo “Cien
años de soledad” en la esquina más oscura del lugar. Disfrutaba, y mucho, del
cine. Solía ir a las sesiones golfas, y entraba en la sala solo cuando habían
apagado las luces y los trailers ya habían acabado. En aquella mágica penumbra
se sentía a salvo. Sus películas favoritas eran las de Woody Allen. Sabía
prácticamente todos los diálogos de cada una de sus películas.
Se ganaba la vida pintando. Tenía acuerdos con varias
galerías de la ciudad y todas se peleaban por comprar sus cuadros. En sus
pinturas solo usaba tonos azules y negros. No se permitía usar otros colores.
Su mundo era oscuro y solitario, y su arte debía representarlo. Apenas conocía
a nadie. No tenía contacto con su familia. Tenía un gran complejo de inferioridad.
Un autoestima inexistente. Tras años de práctica había conseguido pasar
totalmente desapercibida entre grupos grandes de personas. Y cuando el grupo
era reducido simplemente se hacía invisible. No soportaba verse en los espejos.
No tenía ninguno en su casa. No pasaba por delante de los escaparates pues
temía a su propio reflejo. Pasó toda su vida entre versos de García Márquez y
los ácidos diálogos de Woody. Cada vez que tenía la oportunidad de intimar con
alguien se hacía invisible. Solo quedaba de ella su sombra. Se acostumbró tanto
a esta rutina que un buen día simplemente desapareció, dejando como trágico
recuerdo de su paso por el mundo los cuadros más tristes jamás pintados y la
sombra de la mujer que pudo llegar a ser.
Peraltucho
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