Conocí una vez a una chica de cabellos dorados y con una
sonrisa que volvía maravilloso cualquier día gris. La perseguí durante días
mientras jugamos al despiste, hasta que por azar nuestros labios se juntaron.
Pero la fortuna quiso que mi sino no fuera quedarme a su lado, y tuve que
partir hacia otro lugar, más frío, más gris, más solitario. Desde la distancia
me prestó todo su apoyo, y ahora confieso que sin ella seguramente me hubiese
derrumbado hace ya tiempo, y mi aventura habría terminado hace ya tiempo de
trágica forma. Aprendí mucho de ella, pues quiso abrirme su alma. Me contó cómo
habían maltratado a su corazón y como poco a poco había perdido la confianza en
los hombres. Me contó lo sola que se sentía. Me advirtió que no tenía sitio
para nadie en su pecho, y yo, iluso de mi, desoí sus historias creyendo que de
algún modo podría coser sus heridas, podría devolverle su fe en el amor. El
caso es que lo intenté por todo los medios, aposté todo lo que tenía y lo
perdí. Creí que con mis palabras podría hacer su mundo un poco menos gris. Quise
ser para ella una luz en el camino, un sueño que recordar, un príncipe azul, pero termine siendo un faro roto, una
pesadilla que olvidar, un príncipe en harapos. Ahora paso las tardes añorando
sus palabras, viendo como a mis días grises les faltan sus luminosas sonrisas.
Esperando el día en que ella quiera darle una oportunidad a sus sentimientos,
esperando que quiera volver a sentirse vulnerable, que espere con ilusión a que
se encienda su móvil con el nombre de alguien a quien desee, que sienta de
nuevo esos dolores de tripas al verlo pasar, que le dé una oportunidad a ese
príncipe en harapos, a ese poeta de pacotilla, a ese que sueña cada noche con
su presencia, al que en las frías noches de invierno le escribe estas palabras.
Peraltucho
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