En aquellos tiempos era difícil pensar con claridad. Éramos
mucho más jóvenes que ahora, con todo lo que eso conllevaba. Actuábamos como si
conociésemos algún tipo de verdad que nos hacía superiores al resto de la
humanidad, como si fuésemos más listos, más especiales o más libres que
cualquier otra persona.
Estaba bien sentirse de aquella manera.
Por aquel entonces éramos auténticos pueblerinos, unos
paletos, unos catetos de primera
categoría, pero aun no lo sabíamos. Nos gustaba ir las noches de verano a las
ruinas de lo que en el pueblo decían que antaño fue un castillo, pero que ahora
solo era un viejo muro en lo alto de una colina. Allí bebíamos, fumábamos,
reíamos, mientras a nuestros pies se iluminaba el pueblo que nos había visto
crecer. Hablábamos de como pensaban las mujeres, como nos veían, como
conquistarlas… cuando más de la mitad de nosotros no habíamos besado siquiera a
una.
No teníamos ni puñetera idea de lo que hacíamos, de lo que
decíamos, pero siempre teníamos la sensación de que todo nos iría bien, de que
nada podría detenernos, de que no había nada superior a nosotros… Bendita
ignorancia.
Han pasado diez años
desde aquellos primeros veranos de rebeldía. Muchas cosas han pasado desde
entonces.
Nos hicieron caer a golpes de nuestras atalayas.
Nos dimos cuenta de que el mundo se extendía mucho más allá
de lo que nos permitía ver aquel castillo en ruinas.
Nos partieron la cara más veces de las que podemos recordar.
Nos partieron el corazón más veces de las que queremos
recordar.
Con el paso del tiempo en vez de aprender más cosas sobre
las mujeres parece que cada vez sabemos menos de ellas.
La mayoría de nuestros sueños terminaron siendo eso… solo
sueños…
Cambiaron nuestras prioridades.
Cambió nuestra manera de actuar.
Nos volvimos más cínicos.
Nos volvimos más humildes.
El futuro con el que tanto soñábamos y del que esperábamos
tantas cosas terminó por convertirse en un presente muy diferente al esperado.
Todavía no he terminado de asumir que ahora soy un hombre
con trabajo.
Con un horario.
Con un despacho.
Con un jefe.
Pero a pesar de todo, algunas noches subo con un par de
cervezas a la azotea de mi edificio y me reclino sobre la cornisa mientras bebo
tranquilamente y disfruto de la ciudad.
De sus luces.
De sus ruidos.
Y me acuerdo de lo gilipollas que era hace diez años y
sonrío pensando en lo que pensará de mí el hombre que seré dentro de otros diez.
Peraltucho